domingo, 13 de julio de 2014

SIN BALAS



Al otro lado del cañón de la pistola siempre está mi hermano Willy. Desde que se la encontró en el vertedero de la calle diez entre un montón de mantas con sangre, nunca se separa de ella y no deja de apuntar a cosas o a mí. Cuando lo hace, estira mucho el brazo, pone cara de malo y dice con la voz más ronca que la de papá cuando viene del bar: «estás muerto». Luego aprieta el gatillo y sopla en el cañón.

 Mi hermano Willy dice que cuando consigamos balas estaremos salvados. Yo le pregunto que por qué, pero nunca me contesta, solo dice: «cállate y busca». Ahora nos pasamos todas las tardes buscando balas entre los cubos. Yo creo que las quiere para cuando papá le llama por las noches, porque ayer cuando llegó del bar y gritó su nombre, antes de ir, Willy me dio la pistola y me dijo muy nervioso: «si viene, apúntale y corre, hazme caso y apúntale y corre». 

Bárbara Sanchiz Cameselle

FINALISTA DEL II PREMIO MICRORRELATOS MANUEL J. PELÁEZ. JUNIO 2014.
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JAZZ, SWING, JAZZ

No toquen esta pieza rápido.
Nunca debe tocarse rápido un ragtime.
SCOTT JOPLIN


            
Lustró los zapatos de baile con energía, estiró sus pulgares bajo los tirantes y dijo frente al espejo marcando mucho la ese final: jazz. No era guapo, no tenía los dientes blanquísimos, pero él era Johnny y nadie, nadie, entendía como él de swing. Eso bastaría para conquistar a la inalcanzable Susan. Repitió los pasos con su sonrisa más ardiente: patada, salto, arrastro y giro. Jazz. Los zapatos nuevos eran fantásticos, el alza en uno de los tacones apenas marcaba su cojera. Los probó otra vez. Jazz, dijo, y levantó a lo conquistador varias veces las cejas. Esa noche iría al club, pediría una copa, tal vez dos, buscaría con la mirada a Susan y seguramente se quedaría prendado un instante por como a ella, en la pista de baile, no le hacía falta ningún foco para brillar. Porque Susan, Susan era una diosa: Rita, Marilyn, Audrey… Las tres, las tres en la misma partitura; por las ondas de su pelo, por la forma que el tul de la falda ebullía al compás de sus saltos, por cómo, al son de la orquesta, volaba elegante en cada giro. Y sus ojos, sus ojos inundaban de mar ese sótano en esa ciudad tan caótica y gris. Un mar azul, bamboleante, al ritmo del saxo, al ritmo del jazz. Tendría que hacer cola para llevarla hasta el centro, sí, ser más ávido que todos los dientes blanquísimos que con esos pasos impecables, cada noche, la zarandeaban en la pista. Pero eso no era swing. Ella aún no lo sabía. Y es que él era Johnny, no tenía la sonrisa perfecta, pero sí zapatos nuevos y nadie, nadie, sentía el swing como él. Jazz.
           
 Se puso nervioso al llegar al club. Había más dientes que nunca merodeándola. Pidió un Manhattan, se sentó en un rincón y, sin perderla de vista, permitió que la música lo envolviera. Jazz. El piano del ragtime le dio la orden. Johnny se acercó, despacio, tratando de cojear lo menos posible, aunque los zapatos nuevos le empezaran a rozar el talón. Vamos, Johnny, se dijo, enséñale tu swing.  Cuando estuvo frente a Susan, las manos, las manos le sudaban sin remedio. Se las limpió disimuladamente en el pantalón y dijo con voz trémula: ¿bailas? Susan lo miró de arriba abajo con el ceño fruncido, pero encogió los hombros y tomó la mano de Johnny para levantarse. Los focos, los focos los guiaron hasta la pista y las notas de la trompeta incrementaron el ritmo. Muy rápido, pensó Johnny. Susan empezó a saltar. Patada, salto, arrastro y giro. Más rápido, imploró a su pierna corta. Pero su patada, demasiado lenta, acabó en la espinilla de Susan. Saltó y la arrastró hasta que sus piernas se liaron en el giro y la diosa, la diosa acabó rodeada de tul en el suelo. La sonrisa más blanca del mundo la rescató, se la llevó con un swing perfecto, y Johnny, Johnny salió de la pista cojeando más que nunca. Jazz.
            
Pidió otra copa y, desde la oscuridad de su rincón, admiró lo que nunca podría tener. La orquesta dejó de tocar. Cinco minutos, anunciaron. Sentado, en silencio, Johnny se fijó en sus zapatos nuevos. Se aflojó un poco los cordones y dio un último trago sin dejar de mirarla. Entonces, el piano comenzó a llenar otra vez y muy lentamente su mundo. Johnny cerró los ojos. Se dejó ir. Sin poder evitarlo, su pie empezó a zapatear en el sitio al ritmo del saxofón y sus hombros, sus hombros a viajar por libre. ‹‹Somewhere beyond the sea, somewhere waiting for me…››, le dijo Frank. Jazz, le contestó Johnny, y buscó desde el sitio a Susan. ¡No!, se quejó, eso no es swing. No lo pensó dos veces, solo se descalzó y se dirigió al centro de la pista. Secuestró a Susan y sostuvo con determinación una de las manos de la diosa sobre su pecho. Ella trató de zafarse, pero Johnny, Johnny no se lo permitió. Estudió sus ojos. Sígueme, le dijo. Y sin separar los pies del suelo, comenzó a moverse de un lado a otro, al son, con el compás propio de una ola que desea elevarse desde lo más profundo del océano. Jazz. Susan, Susan se abandonó a su ritmo y Johnny, Johnny, ya encumbrado por la explosión de notas de todos los instrumentos, le susurró: tú eres swing. Luego, le dio un beso en la mano aprisionada, la soltó con suavidad y, rompiendo todas las normas del swing, salió de la pista con un relajado vaivén, al ritmo, siempre, siempre al ritmo, sin disimular ni un ápice su cojera y sintiendo, como no podía ser de otro modo después de ese swing, toda la fuerza del mar sobre su espalda. Jazz.

Bárbara Sanchiz Cameselle

FINALISTA DEL IX CERTAMEN DE NARRATVA BREVE 2012. CANAL LITERATURA. 




ANDARES



‹‹La felicidad no es una posada en el camino,
sino una forma de caminar en la vida.››
Viktor Frankl


El martes no puedo venir, me dijo, tengo psicoterapia, a partir de ahora vendré los miércoles. Después me dio un beso y me dejó allí, como cada martes, desnuda sobre la cama. Me quedé sola pensando que ‹‹ahora›› follaríamos los miércoles.
           
Aún tumbada, miré por el ventanal que había junto a mi cama. Me gustaba ver cómo su silueta desaparecía al bajar la calle, con sus andares de oso, como si pensara demasiado dónde pone cada pie. Camina raro, me dije, y lo imaginé en el psicoanalista, contándole lo que me decía después del orgasmo de que su mujer le hacía la vida imposible y esas cosas en las que yo asentía, pero no escuchaba. Esos rollos no interesan a nadie, estoy casi segura de que ni siquiera a los psicoanalistas. Se me ocurrió que si yo fuese psicoanalista, primero follaría con el paciente y, luego, me quedaría mirando por la ventana, porque mi gabinete tendría una ventana, asintiendo sin escuchar, pero estudiando cómo camina la gente en la calle. Eso sí que es interesante. Si acaso les haría andar mientras hablan y observaría con minuciosidad cómo echan una pierna hacia delante, cómo apoyan el pie y se impulsan para estirar la otra antes de plantar el otro pie. Es un acto muy curioso en el que nadie se fija. La gente anda raro, a lo avestruz o a lo hormiga, mecánicamente o dando saltitos, así, hacia delante, creyendo saber a dónde van, aunque estoy convencida de que ninguno lo sabe.
           
No soy guapa. Pero él decía que follaba bien. Sería eso. En ocasiones, mientras observaba los andares raros de la gente cuando se iba, me preguntaba por qué me dejaba follar todos los martes. Quizá, con el cambio a los miércoles, era hora de pedirle que me dejase veinte pavos por cada: ¡oh, nena, qué gusto! Lo pensé. Después, como siempre, me entraron ganas de ir al baño. Así que me levanté y fui como los cangrejos. Lo hacía a menudo. Lo de andar así. Tampoco sabía por qué. Y a pesar de conocer perfectamente los recovecos de mi casa, antes de llegar, me tropezaba con los quicios de las puertas y otras cosas. Incluso volvía a la cama caminando hacia atrás. Es más emocionante o una tontería. Yo qué sé. Luego, solía cubrirme con el edredón, pero dejaba un agujerito para seguir mirando por la ventana. Nunca descubrí a nadie que caminase sin mirar. Esa mañana también pensé que quizá fuera yo la que debería ir al psicoanalista andando así. Aunque estaba segura de que eso no interesaría tanto como lo de que por qué follaba con un oso los martes. Pero yo no tenía respuestas. Solo sabía que me abrazaba con sus enormes brazos, que se ponía encima de mí, me atrapaba sin posible escapatoria, como si no existiese otro martes. Y, entonces,  solo entonces, dejaba de preguntarme por qué la gente anda raro.


CUENTO GANADOR 
certamen de Relato corto I Palabras y emociones, organizado por el Instituto Galene y Escuela de Escritores  DICEMBRE 2012
(Premio pendiente de cobro)




NO TODO ES CUESTIÓN DE SUERTE



Cuando el sol se sitúa en lo más alto y una corona naranja lo rodea, la suerte se prepara para entrar en un vagón de metro en una línea cualquiera de una gran ciudad. Viajan en él, entre otros, tres pasajeros. No se conocen, pero los tres están inquietos. Bruno, sentado, no se decide por qué casilla marcar en la quiniela. A su lado, Blanca, acuna el bolso situado en su regazo y mira con tristeza el suelo. Y, muy cerca y de pie, Jaime juguetea nervioso con el reloj de muñeca de su padre. Los tres se bajarán en la última parada.
            
Más o menos en la mitad del trayecto, un volcán de Sudamérica erupciona y la suerte entra en el vagón haciéndose un hueco entre la gente. Lleva zapatos de Christian Dior, un reloj de hombre y un perfume con un ligero toque a mandarina. En un principio ninguno se fija, pero ella se coloca junto a los tres. Jaime sigue dando vueltas al reloj. Su padre en unas horas se enfrentará a una operación complicada de estómago, aunque él intenta confiar en los adelantos de la medicina. Blanca, no suelta su bolso, le acaban de decir en el centro de inseminación que lo tiene difícil. A pesar de todo, ella trata de no perder la esperanza y abraza un paquete de semillas de lino que ha comprado en el herbolario. Y Bruno, con la quiniela, duda si el Leganés podrá ganar en campo rival. La entrevista de trabajo no ha ido nada bien y el banco está a punto de desahuciarlo, pero él se empeña en concentrarse. 

En el momento en el que los vientos del norte chocan con los del sur, el olor a mandarina aparta a Bruno de la quiniela. Mira un segundo a la mujer de la que parece provenir. Luego baja la mirada, pone un dos y le entran ganas de llorar. A sus hijos les encantan las mandarinas. Blanca reconoce los zapatos de Christian Dior e inmediatamente busca la cara de su dueña. Sus ojos también se encuentran un instante. Abraza con más fuerza su bolso y trata, sin lograrlo, de contener el desánimo. Son iguales que los de su madre. En la última parada, el vagón frena de forma muy brusca, las placas tectónicas del Índico han chocado brutalmente y la suerte se tropieza con Jaime, al que se le cae el reloj de la mano. La suerte se agacha para recogerlo. Jaime se fija en que ella lleva en la muñeca puesto el mismo reloj. La sonríe, pero la suerte, a él, no le devuelve la sonrisa, y, entregándole el reloj de su padre, entre triste y avergonzada, le dice: lo siento.


CUENTO PUBLICADO EN LA REVISTANº 11 "CUENTOS PARA EL ANDÉN". NOVIEMBRE 2012.

ENTREVISTA EN RNE (a partir del minuto 16)

MILAGROS




La mujer se descalzó y pidió que le arreglase los zapatos. Lo hizo acunando fuerte el bolso y con la súplica del que está a punto de andar por un camino de brasas. El zapatero volteó el par con sus manos de carbón, observó los cráteres de las suelas y maldijo su fama un instante. Últimamente solo pedían imposibles. Se empleó a fondo, pero cuando la mujer comprobó el resultado, sonrió con la magnificencia de un Dios que obra el milagro. Ningún zapato se le resistía, pensaba cuando la mujer sacó del bolso unos de niño y preguntó: ¿podría  alargarlos?


29 AGOSTO 2012

MICRORRELATO GANADOR EN EL CONCURSO DE "RELATOS CON BANADA SONORA" EN HOY POR HOY (CADENA SER).