No toquen esta pieza rápido.
Nunca debe tocarse rápido un ragtime.
SCOTT JOPLIN
Lustró los zapatos de baile
con energía, estiró sus pulgares bajo los tirantes y dijo frente al
espejo marcando mucho la ese final: jazz. No era guapo, no tenía los dientes blanquísimos, pero él era Johnny y nadie, nadie, entendía como él de swing.
Eso bastaría para conquistar a la inalcanzable Susan. Repitió los pasos
con su sonrisa más ardiente: patada, salto, arrastro y giro. Jazz. Los zapatos nuevos eran fantásticos, el alza en uno de los tacones apenas marcaba su cojera. Los probó otra vez. Jazz,
dijo, y levantó a lo conquistador varias veces las cejas. Esa noche
iría al club, pediría una copa, tal vez dos, buscaría con la mirada a
Susan y seguramente se quedaría prendado un instante por como a ella, en
la pista de baile, no le hacía falta ningún foco para brillar. Porque
Susan, Susan era una diosa: Rita, Marilyn, Audrey… Las tres, las tres en
la misma partitura; por las ondas de su pelo, por la forma que el tul
de la falda ebullía al compás de sus saltos, por cómo, al son de la
orquesta, volaba elegante en cada giro. Y sus ojos, sus ojos inundaban
de mar ese sótano en esa ciudad tan caótica y gris. Un mar azul,
bamboleante, al ritmo del saxo, al ritmo del jazz. Tendría que
hacer cola para llevarla hasta el centro, sí, ser más ávido que todos
los dientes blanquísimos que con esos pasos impecables, cada noche, la
zarandeaban en la pista. Pero eso no era swing. Ella aún no lo sabía. Y es que él era Johnny, no tenía la sonrisa perfecta, pero sí zapatos nuevos y nadie, nadie, sentía el swing como él. Jazz.
Se puso nervioso al llegar al club. Había más dientes que nunca merodeándola. Pidió un Manhattan, se sentó en un rincón y, sin perderla de vista, permitió que la música lo envolviera. Jazz. El piano del ragtime
le dio la orden. Johnny se acercó, despacio, tratando de cojear lo
menos posible, aunque los zapatos nuevos le empezaran a rozar el talón. Vamos, Johnny, se dijo, enséñale tu swing.
Cuando estuvo frente a Susan, las manos, las manos le sudaban sin
remedio. Se las limpió disimuladamente en el pantalón y dijo con voz
trémula: ¿bailas? Susan lo miró de arriba abajo con el ceño
fruncido, pero encogió los hombros y tomó la mano de Johnny para
levantarse. Los focos, los focos los guiaron hasta la pista y las notas
de la trompeta incrementaron el ritmo. Muy rápido, pensó Johnny. Susan empezó a saltar. Patada, salto, arrastro y giro. Más rápido,
imploró a su pierna corta. Pero su patada, demasiado lenta, acabó en la
espinilla de Susan. Saltó y la arrastró hasta que sus piernas se liaron
en el giro y la diosa, la diosa acabó rodeada de tul en el suelo. La
sonrisa más blanca del mundo la rescató, se la llevó con un swing
perfecto, y Johnny, Johnny salió de la pista cojeando más que nunca. Jazz.
Pidió otra copa y, desde la oscuridad de su rincón, admiró lo que nunca podría tener. La orquesta dejó de tocar. Cinco minutos,
anunciaron. Sentado, en silencio, Johnny se fijó en sus zapatos nuevos.
Se aflojó un poco los cordones y dio un último trago sin dejar de
mirarla. Entonces, el piano comenzó a llenar otra vez y muy lentamente
su mundo. Johnny cerró los ojos. Se dejó ir. Sin poder evitarlo, su pie
empezó a zapatear en el sitio al ritmo del saxofón y sus hombros, sus
hombros a viajar por libre. ‹‹Somewhere beyond the sea, somewhere waiting for me…››, le dijo Frank. Jazz, le contestó Johnny, y buscó desde el sitio a Susan. ¡No!, se quejó, eso no es swing.
No lo pensó dos veces, solo se descalzó y se dirigió al centro de la
pista. Secuestró a Susan y sostuvo con determinación una de las manos de
la diosa sobre su pecho. Ella trató de zafarse, pero Johnny, Johnny no
se lo permitió. Estudió sus ojos. Sígueme, le dijo. Y
sin separar los pies del suelo, comenzó a moverse de un lado a otro, al
son, con el compás propio de una ola que desea elevarse desde lo más
profundo del océano. Jazz. Susan, Susan se abandonó a su ritmo y
Johnny, Johnny, ya encumbrado por la explosión de notas de todos los
instrumentos, le susurró: tú eres swing. Luego, le dio un beso
en la mano aprisionada, la soltó con suavidad y, rompiendo todas las
normas del swing, salió de la pista con un relajado vaivén, al ritmo,
siempre, siempre al ritmo, sin disimular ni un ápice su cojera y
sintiendo, como no podía ser de otro modo después de ese swing, toda la fuerza del mar sobre su espalda. Jazz.
Bárbara Sanchiz Cameselle
FINALISTA DEL IX CERTAMEN DE NARRATVA BREVE 2012. CANAL LITERATURA.
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